martes, 27 de abril de 2010

Cuba profunda habla. Las auténticas consecuencias de la Identidad

Las auténticas consecuencias de la identidad

Un proverbio yoruba reza: “La mentira puede correr un año, la verdad la alcanza un día”. Así comienza el mensaje de respuesta de ocho intelectuales cubanos, de 3 de diciembre de 2009, a la declaración de un grupo de 59 líderes afronorteamericanos en la que se critica la persistencia del racismo en Cuba.

Y un proverbio remite al valor profundo de la sabiduría encerrada en palabras simples. Aquel, que viene de la lejanía de los mundos y los tiempos, refleja el vuelo universal de las ideas y cómo, desde la cultura de los otros, se pueden y deben extraer conceptos y enseñanzas para organizar la convivencia de hombres y mujeres.

En el caso de los yorubas, esto es obligado si la identidad histórica, social y política de las naciones debe corresponder a los elementos profundos de su cultura que, tratándose de Cuba, atesora una diversidad que va de Jerusalén a Ibo, de Galicia a Barcelona, del Caribe a Siria y del Congo a Cantón.

Visto así, ya estamos ante algo mejor para Cuba que aquella meta anticultural —si somos todo aquello—, de que hoy, 50 años después, nosotros seríamos como el Che. Si la verdad alcanza a la mentira un día, dicen los yorubas y los cristianos, y también quienes animan una ética cívica, entonces la verdad compartida por nuestra rica diversidad ha alcanzado a la mentira del hombre único que impidió ver, con claridad, cómo el racismo se escondía tras el encanto positivo de sus palabras.

No obstante, y con menos sacralidad, la historia de las palabras es diáfana: los hechos encuentran siempre los términos necesarios cuando quieren aparecer como La Verdad. Solo requieren, en principio, las garantías mínimas para la repetición constante e imperturbada de sus propios enunciados, y así lograr que sean mirados en toda su pretensión.

De modo que, y con el paso del tiempo, otros hechos, que nunca pudieron ser repetidos porque no disfrutaban de las mismas garantías, no encuentran su camino propio hacia la certeza absoluta. De tal suerte, lo que es percibido como verdad puede sacarle una inmensa ventaja a lo que es percibido como mentira: a esta le resulta bastante difícil alcanzarla. En su carrera veloz, y protegida por toda clase de dispositivos, —que van desde la escuela, pasando por las comisarías culturales y las técnicas comunicacionales de alienación, para terminar en la policía del pensamiento y las turbas de intimidación rápida— las verdades establecidas dejan poco lugar en este mundo a las verdades por establecer, y así comienza el mito: el triunfo casi absoluto de las palabras del poder.

Las palabras del poder logran por esta vía el sueño de los filósofos: convertirse en La Verdad. El resto es mentira: una mentira que, paradójicamente, regresa ahora como verdad en la filosofía que encierra, filosofía moral por cierto, un proverbio yoruba. ¿Significa esto el regreso de los yorubas, de los cristianos, de los islámicos o de Confucio como filosofía moral para proporcionarle una arquitectura diversa e identitaria a la identidad cívica cubana? ¿Significa que ya por fin la historia podrá ser contada desde las verdades por establecer en diálogo con las verdades establecidas?


El valor de las plabras reprimidas

Hay serios problemas raciales en el paraíso. Menos mal que sin odios. El mito de Cuba como propuesta incompleta para poner fin al racismo se ha roto con la visibilidad que ahora han adquirido las palabras reprimidas, esas que nunca lograron establecerse como verdad porque no contaban con dispositivos protectores. Que aquellas palabras adquieran relieve al ser pronunciadas por afronorteamericanos es un hecho importante que revela, sin embargo, una derrota del sur: ya otros, —cubanos, afrocaribeños, afrobrasileños y africanos— habían pronunciado las mismas palabras sin parecidos efectos. Y entonces, esas verdades por establecer son criticadas y atacadas no con el poder evocativo de una frase marxista, sino con el saber que engloba un proverbio yoruba.

Pero, ¿dónde estaban los yorubas cuando se definió el mito duro del hombre nuevo?

Los que suscribimos esta vindicación expresamos el valor de esas otras palabras históricamente aplastadas en la Cuba profunda, por el poder edulcorado del mito duro.

Y fue este, no el saber yoruba, el que llevó a los cubanos a nuestras guerras africanas. La memoria de esos hombres que allí murieron debe ser preservada para siempre. Pero ellos no fueron allí en un combate cubano contra el racismo. No se combate al racismo en una guerra lejana librada entre hombres de la misma raza, sino con un proyecto cultural y político desplegado en casa. Los 70s y los 80s del siglo pasado vieron morir a nuestros hijos, amigos, hermanos y vecinos en otras tierras, exactamente en el mismo tiempo en el que el racismo en Cuba se reenquistaba en todos los huesos del proyecto social. ¿Por qué la inyección negra en el poder y la política de cuotas de la segunda mitad de los 80s? ¿Por qué brillan por su escasez los generales negros de unas guerras libradas mayormente por cubanos negros, para “liberar” a sus hermanos negros de África? La participación cubana allí revela el mismo patrón histórico y cultural de las guerras regulares cubanas por la independencia, con las excepciones de la historia: negros al combate y blancos al poder total. La reescritura necesaria de la historia cubana debería comenzar por una crítica madura de sus patrones culturales. Esos patrones ayudaron, puede ser cierto, a liberar a la Sudáfrica de Nelson Mandela, y nos impiden, esto es más verdad, leer el pensamiento de Nelson Mandela.

De la guerra a la educación y a la salud, el mismo proyecto. Toda nación puede agradecer que sus hijos sean alfabetizados, instruidos y curados. De África a América Latina, Cuba ha contribuido a esta labor imprescindible para el desarrollo de las sociedades. Pero este proyecto nada tuvo ni tiene que ver en la lucha global contra el racismo. ¿Con qué instrumentos educacionales podía y puede el gobierno cubano contribuir en esta dirección, cuando estos instrumentos no existen para combatir el racismo en Cuba? Contrario a los conocimientos técnicos, la lucha contra el racismo activa un conocimiento y unas prácticas culturales que deben ser incorporados. La solidaridad en este punto no puede seguir, siquiera, la tradición que anima el gobierno cubano en un asunto tan sensible como la salud: más hacia fuera, poco hacia dentro. En aquel caso, como recomendaba Carlos Marx, los educadores necesitan, ante todo, ser educados.

No es casual que muchos estudiantes africanos y latinoamericanos de origen indio, con excepción de los políticamente correctos, se quejaran y quejen del racismo en Cuba. Aunque gocen de plena salud, porque en este caso la discriminación no sigue criterios raciales sino nacionales: los extranjeros primeros, los cubanos después. Una discriminación que refleja otro tipo de racismo y que se vincula con la precariedad histórica del concepto de nación en Cuba.

La sublimación institucional del racismo

En esta precariedad reside precisamente la reproducción estructural del racismo. En 1959 se desmantelaron las bases jurídicas e institucionales de este flagelo para instaurar otras, y reproducir aquellas más resistentes.

Porque decir que existe el racismo en Cuba pero que no es institucional constituye una franca contradicción en los términos: el racismo es una institución en sí misma. Todo ismo implica la estructura social y política de su raíz. Capitalismo, socialismo, machismo, nazismo, feminismo suponen la estructuración de su naturaleza para que puedan funcionar y legitimarse. Del modo que cada uno de ellos lo haga, depende de muchas circunstancias. Lo innegable es que todas funcionan directa o indirectamente, abierta o sutilmente. La pretendida distinción científica entre racismo y prejuicios raciales, que no resiste el menor de los análisis, no se da cuenta que los prejuicios raciales son una forma más del racismo como institución, que se mueve dentro de su particular contexto. Si no fuera así, ¿cómo explicar que tales prejuicios—la mala conciencia de la conciencia racista— hayan durado tanto como el racismo reconocido? Pero si los prejuicios raciales son el apéndice de ese cuerpo entero que es el racismo, bueno es recordar, con toda la inexactitud de las metáforas, que de apendicitis puede morir un ser humano.

Al afirmar que no existe racismo institucional en Cuba se quiere dar a entender que no tenemos racismo honesto: ese que tomó cuerpo legal en Sudáfrica, Estados Unidos, la Alemania nazi o Bosnia. Esas formas de racismo descaradamente autoreconocidas que, de paso, facilitaron el combate frontal contra ellas. Pero pensar así equivale a establecer una correspondencia entre institución y ley; y el racismo como institución no es reconocible solo por sus excepciones legales. Exactamente porque existe como institución cultural, el racismo en la mayor parte del mundo y a través de su historia no ha requerido de las leyes; incluso, puede necesitarlas como máscara jurídica para facilitar su labor en la realidad. Fundamentalmente en países y culturas como la cubana en las que, durante siglos, las leyes se acatan pero no se cumplen.

El machismo y la homofobia no han necesitado de las leyes en Cuba para discriminar a las mujeres, y a los homosexuales y lesbianas, respectivamente, y nadie negará que estamos frente a dos instituciones culturales de las más robustas.

El racismo en Cuba es institucional porque articula una mentalidad en torno a una ideología con mala conciencia, y a unas prácticas cada vez más sutiles que van desde la televisión y la definición posible de las jerarquías de nuestra rica diversidad hasta la pedagogía; el humor cotidiano; las bases de la enseñanza de la historia y la cultura; los criterios sociológicos; el establecimiento de los temas y límites del debate; la discusión de las amenazas a la seguridad nacional y la definición del proyecto de nación posible; el mantra del hombre nuevo; el uso político de los símbolos de la cultura; la invisibilidad y filtración de la participación negra y mestiza en la imagen cultural; la estructura del panteón histórico; el uso moral contra negros y mestizos de la emancipación otorgada por el poder, y el perpetuo estado de negación psicológica que se resiste a reconocer su propia mentalidad.

Ideología esta que termina legalizándose doblemente: primero en un código penal que penaliza la actitud y disposición “predelictivas”, algo que en Cuba solo es posible en base a un “prejuicio” cultural que identifica al negro con la delincuencia, —y que además castiga los mecanismos sociales de supervivencia— y, segundo, en una constitución que establece criterios de superioridad cultural como fundamento para la formación de la voluntad política del Estado.

De hecho, sin el racismo como institución no serían entendibles los Artículos 72, 73.1 y 73.2 del Código Penal (actualizado) Ley 62/87, del Ministerio de Justicia con fecha de 2004, que institucionalizan jurídica y disimuladamente toda la mentalidad recogida en la antropología criminal cubana, ni el Artículo 5 de la Constitución que coloca la visión marxista —una más— como superior a todas las demás visiones culturales que son base y fundamento de nuestra nacionalidad.

¿Por qué Marx o Lenin son superiores a Olofi, o Jesucristo; o a Buda, Confucio o Mahoma? Desconocer que el orden cívico, que da paso al auténtico orden político, nace de ese mundo ético que se ha alimentado en la diversidad de religiones, cosmovisiones y mundos morales correspondientes, es lo que lleva a la profunda arrogancia cultural de que un partido claramente ideológico, que solo representa a un millón de ciudadanos, establezca una relación jerárquicamente superior respecto a la diversidad de mundos morales y cívicos que agrupan a más de seis millones de cubanos en su conjunto, privándoles así de articular su propia visión del orden político. Evo Morales, presidente de Bolivia, podría hablar mucho de esto. Si en Cuba gobierna una minoría, solo puede ser por la legitimación cultural de la superioridad aceptada o incorporada por las mayorías en nombre del bien común. Eso es racismo.

Semejantes atrofias constitucionales, culturalmente ilegítimas en términos de nacionalidad cubana, son solo viables sobre los pilares del racismo institucionalizado: concepto que expresa más la diferencia cultural y de visiones del mundo, con propósitos de discriminación directa o indirecta, que las diferencias de origen étnico a de color de la piel. Por cierto y por eso, el uso de un gentilicio ―palestinos― como clasificación discriminatoria contra los que en Cuba han nacido en su región oriental, es la expresión más nítida del contenido esencialmente cultural del racismo. De paso, demuestra la instalación de los nuevos racismos en nuestro país.

¿Por qué no asumir, en congruencia, que los proverbios yorubas son reflejo de un pensamiento yoruba que puede aportar, dentro de nuestra rica diversidad, a la formulación del espacio cívico y político de Cuba?

¿Por qué pudo el Estado, en fin, promover la apertura de sendas catedrales ortodoxas en Cuba para un número de feligreses que no deben superar el 0, 01% de la población, e impide la fundación de templos religiosos yorubas, y de otras denominaciones, que representarían un número difícilmente identificable de cubanos y cubanas de todas las razas y colores?

El uso conveniente de la riqueza cultural de los otros es precisamente una antigua regla del racismo en Cuba. Los yorubas, y otras expresiones de nuestra cultura, deben dar para algo más que el empleo de la frase apropiada y el baño antropológico frente al extranjero.

El racismo como precariedad del proyecto de nación

Ese baño antropológico forma parte de la identidad de nuestros racismos. En la colonia, en la república y en la revolución. Folclor, música, arte, deporte y religiosidad filtrada son los confinamientos destinados para negros y mestizos desde los orígenes, —en el barracón—, hasta hoy, —en las escuelas de música, arte y pintura, y en los deportes y la imagen caribeña frente al norte. Y claro, colonia, república y revolución admiten su tercio de negros y mestizos (i) lustrados para compartir algo del poder y algo de las ideas, a cambio de la asimilación y de la negación de todas las consecuencias lógicas de la diversidad, en lo que podríamos llamar el histórico proceso de blanqueamiento del mestizaje cubano. Con ello el racismo logró concluir exitosamente su proyecto: ser negado por muchas de sus víctimas… hasta la actualidad.

Por eso, ciertas realidades persisten en esa larga duración, culturalmente ininterrumpida, que va de la época colonial a la revolución: la imposibilidad para negros y mestizos de legitimar su condición de sujetos económicos; las dificultades históricas para rearmar sus espacios cívicos sin ser acusados de racistas; la pobreza recurrente en las periferias de la economía, las ciudades y el poder; la circularidad permanente entre la marginalidad y la cárcel; el desprecio que generan en los agentes del orden de todas las épocas; la incapacidad de legitimación civil de una religiosidad ya multirracial; la extrañeza frente al debate de la nación; la mentalidad de agradecimiento frente a las dádivas del poder; la autoestima dañada y el racismo de retorno como instrumento peligroso de defensa.

Frente a esta realidad, que dura 400 años más 50, se han alzado voces y proyectos: conformados por negros, mestizos y blancos, sin distinción. El debate comienza a conducirse desde entonces en la plaza por excelencia para superar las fracturas, entre otras, del racismo: la plaza cívica como aduana para el intercambio de ideas y proyectos. El progreso lento de este debate llevó a la existencia de más de 286 organizaciones que testificaban la conciencia crítica y la imaginación práctica para arrinconar el racismo, desde la identidad asumida, en sus reductos básicos: la cultura y el poder, y como testimonio claro de otros progresos fundamentales en la cultura, sin los cuales no habrían Muñequitos de Matanzas ni Folklore de Camagüey.

Hasta 1959. A partir de esa fecha, debate y sociedad civil son aniquilados. Y negros y mestizos comienzan a ser objetos de emancipación y sujetos del folclor… y del deporte.

Por eso el racismo se reproduce con las virulencias del silencio y tras los espejismos sociales de una sociedad de “iguales” ante la ley, las oportunidades y la redistribución de la riqueza. Negados todos por las realidades de Centro Habana, El Cotorro y San Pedrito, barrios de La Habana y Santiago de Cuba; por el Combinado del Este, Valle Grande o Boniato, prisiones manchadas de color, y por cualquiera de las numerosas estaciones de policía que intentan encerrar el desorden de la ciudad.

Atrapados en sus ghettos sociales y culturales, la mayoría de los negros y mestizos tiene una dificultad más: su acceso al ámbito político exige previamente un proceso definitivo para el actual proyecto político: la lustración cultural de los emancipados. Meta racista imposible, y razón por la que pocos emancipados colorean el poder.

Todo intento, después de 1959, de reabrir el debate ha chocado con las pautas racistas del modelo cultural de nación heredado, que reproduce el proceso revolucionario: el supuesto histórico de que el debate racial divide a la nación. ¿Qué nación? Precisamente la que necesita integrarse desde el debate racial. A partir de esa fecha se genera un círculo vicioso que castiga, suprime y condena a la posteridad toda aproximación seria para la discusión creativa del problema en Cuba: convirtiéndolo, con notoria evidencia en el presente, no solo en un problema de seguridad nacional, sino en un abismo, esperamos que salvable, para la redefinición del proyecto cubano de nación.

Y son muchas las personas e iniciativas que desde los mismos inicios, allá por 1959, han venido intentando llevar la discusión a los circuitos fundamentales del poder. Sin éxito.

El destierro de Juan René Betancourt, la parametracion de Walterio Carbonell y su no rehabilitación pública, la satanización de Carlos Moore, el silenciamiento de múltiples voces, entre ellos de sindicalistas que se vieron obligados a abandonar el país; por otra parte, el proyecto del grupo literario El Puente, los debates de la cátedra José Luciano Franco, las discusiones abiertas en el espacio cultural La Madriguera en los años 90, el proyecto, en la misma década, de la Fundación Pablo Milanés, los amagos para fundar un teatro negro, los espacios de reflexión de la Sociedad Yoruba en los años 2005-2006, los intercambios Unión en la Sala Rubén Martínez Villena de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba; los cursos en la Biblioteca Nacional o en la Casa de África, los encuentros vigilados de la revista Temas, y el proyecto Color Cubano, entre un sin fin de propuestas menos conocidas, todos han caído, o son puestos en cuarentena, como fichas molestas de un dominó que no quiere ni puede ser jugado por la llamada revolución cubana. Ella carece de los instrumentos intelectuales, políticos y antropológicos, y del tipo de pensamiento complejo, necesarios para poner sobre el tablero un problema que exige un replanteo general del actual orden de cosas.

Lo cual explica por qué esos intentos de debate de cámaras, conducidos en buena parte por gente honesta —que desafortunadamente ha sufrido su ostracismo de turno—, corren paralelo a la reestructuración económica del racismo, al maltrato cotidiano de la policía a quienes tipifica racialmente dentro de la peligrosidad, y al pulso por acallar las voces y proyectos independientes en todos los ámbitos que conciernen a la discusión racial; entre algunos datos de un complicado prontuario.

Razón por la que, sin debate, las soluciones posibles del problema racial pasan a la lenta y probable erosión del tiempo cultural. Probabilidad desmentida en todos los lugares, sin embargo, por la reproducción cierta de los flagelos humanos que no son objeto de la discusión abierta y permanente de los ciudadanos. Porque en el fondo la lucha contra el racismo no es materia primordial del tiempo sino una cuestión de enfoque, apertura y autoreconocimiento.

Para los firmantes de este texto hay unos puntos despejados. Denunciar el racismo existente en Cuba no debe entenderse como un ataque a personas concretas. Sería absolutamente irresponsable, y constituiría una derrota intelectual adelantada, definir un problema en la cultura como un problema personal. Semejante individualismo metodológico personalizaría un asunto que es propio de las ideas y de los legados. Lo que concluiría en un fracaso cantado.

De modo que para nosotros la pregunta no es: ¿por qué sigue siendo así?; la pregunta es: ¿podía ser de otro modo? Y la respuesta es, no. Y creemos que no porque la persistencia del racismo en Cuba y en el mundo es una cuestión cultural, síntoma de la crisis de unos paradigmas globales y de un proyecto de nación que estalla en todo el mundo —desde Sudáfrica a Bolivia, a los Estados Unidos—, dondequiera que la diversidad esté obligada a convivir en un mismo territorio político.

Por mencionar uno, y para nuestro caso específico, el paradigma de la emancipación está muerto. La emancipación es la libertad otorgada por los vencedores con arreglo a sus propios intereses y reflejos adquiridos. Ella conlleva nuevas cadenas a través de una serie conectada de ficciones políticas, sociales y culturales que terminan, cuando son detectadas, con las humillantes acusaciones de ingratitud ante la más mínima de las inquietudes e insatisfacciones manifiestas. Lo cual revela el viejo contrato de la nueva colonización interna con manto progresista: yo te libero, y tú me debes eterno agradecimiento. ¿Y la libertad? Pues bien, ella solo es posible, así lo consideramos, desde la autoemancipación.

Ni los pueblos, ni las mujeres, ni las minorías, ni los discriminados o marginados gozan de libertad si esta no la definen y alcanzan ellos mismos. Este es el mensaje básico: la autoemancipación es el instrumento para poner fin al racismo y al largo proceso de descolonización cultural y mental.

Si la llamada revolución cubana permitió la organización específica de mujeres, jóvenes y trabajadores fue porque en un nivel político se trataba de actores tradicionales, asumidos sin dificultad dentro del viejo paradigma emancipatorio.

Permitir la organización de los negros y mestizos en el ámbito civil, aunque fuera manipulada, significaba legitimar a actores con un propio sedimento cultural y un impacto específico en el mundo civil y político como sucede hoy en toda América Latina, con el caso de los indios, y en el Brasil y en los Estados Unidos con el caso de los negros. Y ello pondría en entredicho el modelo de nación criollo en Cuba, intacto desde el siglo XIX.

La denuncia hecha por afrobrasileños, afrocaribeños y afronorteamericanos es, en este sentido, algo más que un gesto de solidaridad social y racial frente a unas negligencias políticas del Estado; ella constituye la actualización mediática de la crisis de un modelo de nación que hunde sus raíces en el siglo XIX cubano.

De ahí que el gobierno se niegue a una discusión profunda del tema racial. No solo porque no admite discutir seriamente cualquiera de los problemas estructurales del país, sino porque no tolera, clínicamente, cuestionamiento alguno a los fundamentos del modelo cultural del que forma parte. Un gobierno que opta por la vía más segura para debilitar a las naciones: la ocultación y transferencia de sus dilemas más agudos.

El acercamiento al problema racial exige, por esa y otras razones, responsabilidad. Los abajo firmantes creemos que el enfoque esencial para afrontar el problema del racismo debe ser el de posracialidad; y la integración nuestra meta social, cultural y política; algo más y mejor que el mestizaje.

El empoderamiento ciudadano, el debate profundo que proponemos —un debate entre cubanos, no de frontera—, las acciones culturales que animamos y la apertura al intercambio respetuoso con todos los actores de la vida social, cultural y política del país expresan propósitos y oportunidades para reinventar un proyecto de nación inclusivo, y con el aporte de todos los ciudadanos y del mapa abierto de nuestras diversidades en pie de igualdad. Hay aquí un enfoque a compartir por yorubas y cristianos, ateos y existencialistas, congos y carabalíes, marxistas y posmodernos, blancos, negros y mestizos, cubanos en principio, para un proyecto de nación ajustado a nuestras identidades. Todas sin excepción.
La Habana, 29 de diciembre de 2009

Firmantes de: Cuba profunda, habla

Víctor Manuel Domínguez García. Escritor y periodista. Vicepresidente del Club de Escritores de Cuba


Juan Antonio Madrazo Luna. Coordinador Nacional del Comité Ciudadano por la Integración Racial (CIR)

Lucas Garve Profesor, escritor y periodista. Presidente de la Fundación por la Libertad de Expresión

Jorge Oliveras Castillo. Escritor y periodista. Presidente del Club de Escritores de Cuba. Prisionero político del grupo de los 75 condenados en la primavera negra de 2003

Manuel Cuesta Morúa. Historiador, politólogo y ensayista. Líder del partido Arco Progresista (Parp)


Leonardo Calvo Cárdenas. Historiador y politólogo. Vice coordinador nacional del Comité Ciudadano por la Integración Racial (CIR)






Eleanor Calvo Martínez. Miembro del Patronato del CIR







Yusnaimy Jorge Soca. Activista de derechos humanos. Miembro del Patronato del CIR
Esposa del prisionero de conciencia Darsi Ferrer

No hay comentarios: